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«Quien le teme a la Triple A por algo será»

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El martes 30 de diciembre, poco antes de las 11 de la noche, una bomba estalló en un baño del complejo teatral "Estrellas" cuando centenares de personas esperaban la apertura de la sala donde se representaría "Las mil y una Nachas 1976".

El musical, que se había estrenado la noche anterior, marcaba el retorno de Nacha Guevara al escenario porteño, luego de casi un año de exilio.

Nacha Guevara en los ’70, cuando fue blanco de un atentado de la Triple A

En el atentado murieron Carlos Horton, iluminador, y Horacio Pereyra, empleado del teatro, y más de media docena de espectadores resultaron heridos. Al momento de la explosión, actuaban Antonio Gasalla y Cipe Lincovsky en otras dos salas.

El teatro quedó a oscuras.

La cuestión no terminaba allí.

Al día siguiente, el gremio de actores y los diarios La Nación y Crónica recibieron una amenaza anónima: Nacha Guevara debía bajar el musical que había proyectado para todo el verano y abandonar el país en un plazo de 48 horas. Si no lo hacía, se ejecutaba su "condena a muerte" y se procedería a la voladura del complejo teatral "Estrellas", ubicado en Riobamba 280. El gobierno de Isabel Perón sólo podía garantizarle la seguridad del trayecto desde su domicilio hasta el aeropuerto de Ezeiza. Si se quedaba en el país, no responderían por su suerte.

Dos días después de la amenaza, el 2 de enero de 1976, Nacha Guevara, sus tres hijos y su esposo Alberto Favero llegaron al aeropuerto junto a custodios armados con ametralladoras, en un auto con una sirena en el techo.

El encargado de la embajada de México los acompañó hasta que se subieron al avión que los trasladaría ese país.

No era la primera vez que Nacha Guevara volaba a México empujada por una amenaza de muerte.

En septiembre de 1974 también debió levantar "Las mil y una…". En ese momento, todo fue tan urgente que sus hijos fueron sacados del colegio y trasladados directamente a Ezeiza, donde los esperaban sus padres para irse del país con lo que tenían puesto.

Después vendría un "octubre negro".

En un fin de semana se levantaron seis obras teatrales por amenazas. La Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) forzó al exilio, además de Nacha Guevara, a Norman Brinsky, Alfredo Alcón, Luis Brandoni, María Rosa Gallo, Carlos Somigliana, David Stivel, Ricardo Halac y Horacio Guarany, entre otros artistas que sentenció a muerte.

Después de un año de exilio, en el que trabajó en teatros del Distrito Federal y el interior del país, e incluyó una actuación ante los indígenas de Chiapas, Nacha Guevara había resuelto volver a la Argentina para reponer su musical.

Fue en octubre de 1975, pocos meses después de que José López Rega marchara a España. Pensaba, como muchos argentinos, que con la partida del secretario de Isabel Perón, la capacidad operativa de la Triple A disminuiría.

La bomba en el complejo teatral "Estrellas" le demostraba que el terror no había terminado. Nacha Guevara volvió a irse, por segunda vez, a México.

"Me siento obligada a suspender las representaciones en salvaguardia de lo que más quiere un actor: sus compañeros de trabajo y su público. Lo que ha pasado es muy grave. El hecho de hacer estallar una bomba en un local donde hay 700 personas reviste un significado especial. Yo no sé de violencias, manejo sonidos e imágenes. Nuestras únicas armas son el canto y la poesía, por lo que renuncio a actuar en mi país mientras continúe el actual estado de las cosas. No quiero exponer a mi público a ser víctima de una bomba. Desde el momento en que un artista tiene que actuar bajo la protección de guardias armados quiere decir que ya no existe lugar para la cultura, para el arte en general. Volví a mi país con la esperanza de que aquel oscuro período de intolerancia hubiera sido superado. Estoy frustrada al comprobar que en mi país, la intolerancia, el fanatismo y el odio irracional hacen que el hecho de asistir a un teatro signifique el riesgo de perder la vida", subrayó antes de irse. Volvería a la Argentina en 1984.

La censura cultural se manifestaba con atentados y amenazas. Había antecedentes.

El 2 de mayo de 1973, el Teatro Argentino fue destruido con veinte bombas molotov horas antes del estreno del musical "Jesucristo Superstar", que producían Alejandro Romay y Daniel Tynaire.

A fines de ese año, estallaron bombas en el cine Gran Rex, cuando se proyectaba la película "Los últimos diez días de Hitler".

La película "La Patagonia rebelde" fue prohibida en octubre de 1974 y condenó al exilio al escritor Osvaldo Bayer, amenazado por la Triple A, junto a su director Héctor Olivera y la mayor parte del elenco.

El 22 de mayo de 1975 una bomba estalló en el cine Broadway durante el estreno de la película "Los gauchos judíos".

Una semana después, el ministro de Bienestar López Rega recibió a un grupo de actores que le había reclamado una audiencia por la censura en televisión, los atentados y amenazas. López Rega se comprometió a investigar a la "Triple A" y entregó flores a las mujeres que participaron del encuentro.

José López Rega, ministro de Bienestar de María Estela Martínez de Perón

Las bandas paraestatales aplicaban la táctica del terror indiscriminado. Su objetivo era que la mayor cantidad de personas quedaran expuestas a una posible amenaza. Que tuvieran miedo. Que entendieran que ellos también podían ser la próxima víctima.

El miedo, hasta entonces borroso e impreciso, fue delineando sus formas. Ya nadie se sentiría seguro si militaba, o había militado, en un partido político u organización social, si participaba, o había participado, de una actividad cultural "comprometida".

La ampliación del marco del terror puso en peligro al que había firmado alguna adhesión, se había sumado a algún reclamo, o tenía relación, o conocía, a algún dirigente o personaje del amplio universo "de la zurda", del ámbito que fuera.

El terror se fue filtrando como una pesadilla: miedo a una detención policial, a un secuestro, a una sesión de tortura, a terminar muerto.

Ahora, el terror golpeaba las puertas de los teatros, las redacciones, golpeaba a los que tenían una posición "independiente".

La Triple A, para su pedagogía, expuso los cuerpos en la calle.

Esta táctica se inició con el crimen del diputado nacional Rodolfo Ortega Peña, acribillado en pleno centro de Buenos Aires el 31 de julio de 1974, a un mes de la muerte del presidente Juan Perón.

Ese crimen abriría el paso a otros crímenes, bombas y amenazas. Fue la señal de largada. Ya no habría prejuicios.

Tampoco los tenía la revista El Caudillo, que celebró, a su estilo, el crimen Ortega Peña. Lo acusó de "zurdo" y "ladrón". En el último párrafo del poema "Requiem para un montonero", que le dedicó en la revista, afirmaba: "Hoy lo he visto, pobre 'punga' panza arriba en una morgue, con un 'zobala' en el pecho 'que le impide respirar' y vi dos solicitadas en los 'diarios combativos' con el nombre del otario y un 'te vamos a vengar'".

En la posterior sesión en la Cámara, el diputado Héctor Sandler planteó una cuestión de privilegio por la ofensa a la memoria del diputado muerto, y pidió "cinco días de arresto para Felipe Romeo", el director de El Caudillo, semanario que era financiada con avisos publicitarios de distintas reparticiones del Estado, sindicatos y el Ministerio de Bienestar Social.

Desde que formuló su petición, la Triple A amenazó de muerte a Sandler. Debió refugiarse durante un mes en distintos domicilios hasta que decidió dormir en una sala contigua a su despacho del Congreso Nacional junto a su esposa, como único resguardo para su vida. Permaneció allí siete noches, hasta que las autoridades de la Cámara lo enviaron al exterior en una misión parlamentaria, y enseguida se asilaría en México.

El Caudillo celebró su partida, la de Sandler y la de tantos argentinos que se exiliaban. Publicó que una agencia de viajes para ese país sería "el negocio de la semana". Y anunció: "Quién le teme a la Triple A, por algo será".

En la semana previa al atentado del complejo teatral "Estrellas", cinco cadáveres fueron encontrados en las banquinas de las rutas bonaerenses.

En el kilómetro 36 de la Ruta Panamericana, a la altura de Del Viso, dos cuerpos estaban acribillados y carbonizados.

En la ruta 8, a la altura de Derqui, había un joven baleado adentro de un auto incendiado. En Tristán Suárez, camino a Cañuelas, otros dos hombres habían sido baleados y quemados.

Ninguna víctima había sido identificada.

En esa época, para su labor profesional, el periodista Andrew Graham Yooll, del diario de lengua inglesa The Buenos Aires Herald se interesó por los restos calcinados que aparecían en distintas zonas de Buenos Aires. Luego reconstruyó su experiencia en un artículo que publicó en el libro Memoria del miedo.

"(…) Hubo noches en que los autos incendiados obstruían las banquinas de los caminos más oscuros que llegaban a Buenos Aires; de día eran amplias, y por las noches, solitarias. (…) En el baúl del auto o en lo que había sido un asiento trasero se encontraban los restos quemados de uno, quizá dos cuerpos. Los restos de los miembros estaban atados con alambre o con cadenas que se habían fundido en parte y se habían retorcido al calor de la hoguera o estaban incrustados en la capa de carbón de lo que había sido carne humana. Se los encontraba al alba en los caminos laterales de la Ruta Panamericana; en la quema de Villa Martelli o en los bosques cercanos al aeropuerto internacional de Ezeiza, a poca distancia del cartel "Bienvenidos a Buenos Aires". Con la primera luz del día se descubrían estas atrocidades; el fuego en la oscuridad había pasado inadvertido a los automovilistas que preferían no salir del camino; la policía no respondía llamados nocturnos (…). En Buenos Aires la vida era así: nadie la quería ver así".

Tomas Eloy Martínez, periodista y escritor amenazado por la Triple A y forzado al exilio en 1975, narró el clima de incertidumbre y abatimiento que se vivía en el país en su artículo "El miedo de los argentinos".

"Nadie sabe hacia dónde el país navegará mañana, a qué tabla de salvación encomendarse, en qué rincón de la noche recuperar la fe que se ha perdido durante el día. Y, lo que es más grave: casi todos quieren partir, no en busca de prosperidad sino de seguridad. Son como esos pájaros que vuelan en círculos sobre un mismo horizonte del mar, con el sentido de la orientación amputado y con el instinto preparado para la muerte. Porque todo destierro –ellos lo saben- es una variación de la muerte, un desgarramiento después del cual ningún hombre sigue siendo el mismo. Que aún así quieran marcharse es acaso la peor señal de peligro que haya entrevisto yo en este país cuya grandeza estuvo cifrada hasta no hace mucho en el trabajo de sus inmigrantes".

Otra de las personas que había regresado en 1975, luego de dos años de estadía voluntaria en Barcelona, España, era la escritora Luisa Valenzuela. Encontró un clima distinto.

"Buenos Aires no tenía nada que ver con la ciudad que había dejado dos años antes. Para 'reincorporarme', sentí que tenía que escribir un libro de cuentos que representara lo que se estaba viviendo. Se llamó 'Acá pasan cosas raras'. Durante un mes me senté a escuchar qué decía la gente en los bares, capté el miedo y la paranoia que se transmitía en las conversaciones. Todo el horror se contaba en voz baja: razzias, Falcon verde, secuestros. En la redacción de la revista Crisis, donde trabajaba, siempre recibíamos amenazas. Una vez atendí un llamado, 'vamos a plantar una bomba', dijo alguien, y le pedí que se mantuviera en línea que le iba a pasar con el director, que era Eduardo Galeano. Se vivía con la constante sensación de que alguien te buscaba. O la policía o los parapolicías, o los militares o los paramilitares. No se sabía desde dónde. Pero te buscaban. Yo no estaba vinculada a ningún partido. Había ayudado a asilarse en la embajada de México a una pareja de abogados perseguida, y cuando salía de la embajada sentía que me seguían, miraba todos los costados, caminaba por las calles en contramano al sentido de los autos. A la vez, con todo esto, la vida seguía. Eran sensaciones raras. Había cocteles, eventos, pero todo era inquietante. Recuerdo un cóctel en el edificio Comega, colmado de periodistas. Estábamos arriba, en un piso alto, como si no pasara nada, y abajo estaba el horror", concluye, en entrevista con el autor, el último viernes.

En 2015, cuarenta años después de la bomba en el Teatro "Estrellas", Nacha Guevara fue convocada por el juez federal Norberto Oyarbide. El juez quería saber si tenía algo para aportar sobre el atentado. En ese momento Nacha Guevara era jurado del programa "Bailando por un Sueño". "Es un poco tarde. Están todavía investigando. No me hace feliz pero si me citan yo vengo. Creo que tiene un sentido simbólico porque todos esos cretinos de las Tres A ya no están en este plan. Pero si sirve para algo, bienvenido", dijo en la puerta de Tribunales, después de declarar.

El autor es periodista e historiador (UBA). Su último libro es Primavera sangrienta. Argentina 1970-1973. Un país a punto de explotar. Guerrilla, presos políticos y represión ilegal (Editorial Sudamericana)

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